LOS MÁS LEÍDOS

12 oct 2013

Literatura chatarra

Fue hace poco que empecé a escuchar y a leer algo sobre la literatura chatarra. Y a falta de una definición aún formal por parte de alguna academia, contribuiré diciendo que entiendo que quienes usan la frase se refieren a que es un producto deficiente, de mala calidad y producido en grandes cantidades para consumidores extraviados y nada exigentes. O, para simplificar un poco, se trata de novelas pésimas que se cuelgan de argumentos que han tenido éxito y pretenden exprimirlos todavía lo más posible.
Algo que me llamó la atención cuando empecé a leer sobre la literatura chatarra fue el hecho de que preocupa a los académicos que los adolescentes la consuman tanto. Lo cual es, por parte de esos académicos, una enorme estupidez.
Si lo que se quiere es que los jóvenes lean para erradicar en la mayor cantidad que sea posible la ignorancia del mundo, la literatura chatarra es ideal. Es más, si consigue atraer a los adolescentes a los libros, no sólo es ideal, sino extraordinaria.
Si un joven empieza a fumar cigarrillos comunes, poco después quizás se pase a la marihuana, y si empieza por sustraer pequeñeces de un centro comercial, después se cambiará a las joyerías, si disfruta golpear a sus compañeros de escuela, probablemente más tarde se interese por los asesinatos, y si se le ocurre leer Crepúsculo, es probable que luego se interese por Robinson Crusoe. Así de simple. Lo importante es que los jóvenes lean, que se hagan de ese hábito.  Si empiezan por La riqueza de las naciones o El príncipe quizás no lleguen siquiera a la décima página a causa del aburrimiento y ya no vuelvan a tocar un libro.
La literatura chatarra, a fin de cuentas, quizás esté haciendo algo bueno por el mundo.

1 sept 2013

¿Por qué es tan difícil vender un libro?

La red está llena de blogs de autores que tratan de abrirse paso con su novela, antología de cuentos o poemario en el complicado mundo editorial. Algunos no ven frutos por ningún lado, otros tienen apenas una atención modesta y muy pocos -hablando de literatura en lengua española- venden más o menos bien y tienen el privilegio de que una editorial decida adoptarlos.
En realidad, por donde quiera que se le mire, es muy complicado vender un libro. Teóricamente, partiendo del hecho de que sí hay quien lee, es posible, pero ¿cuántos autores no habrá que han movido su obra por el Internet durante meses o años y aún no se han podido pagar una taza de café con el producto de las ventas?
Para los escritores de hoy, ésos que han sido llamados como la Generación Kindle, hay enormes ventajas que no tenían sus antecesores de hace veinte años. Hoy es posible vender literatura sin necesidad de pasarse media vida en busca de una editorial. Pero es muy difícil. Y las razones de ello no son tan complejas.
El libro es un producto para un mercado reducido. Las personas que van por la calle pueden de un momento a otro decidir comprar un helado, una gorra o un refresco, pero difícilmente un libro. La música, la buena, se vende sola. Darle una oportunidad a un cantante para juzgar si ofrece algo bueno requiere tres minutos y no hay que hacer absolutamente nada. Dársela a un escritor requiere de muchas horas y cansa la vista.
El otro problema es el mercado. Es cierto que estamos en la generación del libro electrónico. Pero en donde se habla el español eso apenas va iniciando. En México, el país más poblado de la hispanidad, apenas desde esta semana es posible comprar libros electrónicos en Amazon con moneda nacional. Falta la Argentina, el país donde más lee la gente, un mercado muy importante en el que aún Amazon no se aparece.
Una vez que en todos los países hispanos existan facilidades de consumir literatura en formato electrónico y las personas estén habituadas a ello, posiblemente empezarán a saltar algunos fenómenos editoriales producto de la Generación Kindle. Pero entonces el mercado ya estará mucho más competido. Porque eso de vender libros es, siempre ha sido y siempre será, complicado.

30 abr 2013

Párrafos largos


Hace tiempo escribí una entrada sobre la que considero es la edad adecuada para leer a los clásicos, porque a mi juicio a éstos hay que abordarlos a cierta edad, cuando ya hemos aprendido a leer, y a disfrutar de la literatura. Para iniciarnos siempre estará Crepúsculo, u otras lecturas menos tóxicas.
A los grandes libros de escritores griegos y romanos, o El Quijote, la Biblia, Robinson Crusoe, entre tantos otros, hay que saber llegar, y eso no significa saber ir por ellos a la biblioteca, sino saber esperar, esperarlos; es así como se llega a ellos.
No digo que un adolescente de catorce años no es capaz de disfrutarlos, sino que cuando tenga el doble de edad los disfrutará mucho más, y es mejor que ésa sea la primera vez que los lee.
Escribo esta entrada porque hace poco volví a pensar en el tema. Comúnmente le presto libros a mis sobrinos, que no a mis alumnos, y veo cómo evolucionan como lectores, cómo cambian sus gustos y cómo pasan, poco a poco, de leer por impulso a leer por amor a la lectura.
Hace uno días una sobrina me devolvió un libro y me dijo que no le había gustado. Cuando le pregunté la razón, me dijo: “Tiene párrafos muy largos”. Y sí, es verdad que a los quince años preferimos novelas con diálogos cortos y descripciones rápidas, sin mucho embrollo, que lo que queremos, a fin de cuentas, es terminar el libro para ponerlo en nuestra “Lista de leídos”.
Tiempo después descubrimos que cuando de los grandes se trata, sobre todo de magos con las palabras como Octavio Paz o Philip Roth, esos párrafos largos son de una belleza sencillamente magistral, que leemos y releemos para no dejar de disfrutarlos.
En cambio, cuando somos adolescentes los leemos lo más rápido posible, para llegar pronto a los diálogos. Y eso nos impide disfrutar de la mejor literatura. Por ello lo más recomendable es dejar los libros inmortales pendientes, para cierta edad. A fin de cuentas, para practicar o fingir que leemos, se editan incontables payasadas.

10 ene 2013

El oficio de lector


Hace poco hacía cálculos con algunos compañeros de trabajo sobre cuántos libros se pueden leer en una vida promedio de 60 años. Coincidimos en que 3.000 son la cantidad más aproximada para un lector asiduo que tiene que trabajar para vivir y que sólo cuenta con unas pocas horas al día, durante la noche, para dedicarlas a la lectura.
Y días después llegué a la conclusión de que 3.000 es una cifra triste, desesperanzadora si pensamos en el amplio universo que es la literatura. Dumas, Dickens, Cervantes, Dostoievski, Borges, Tolkien, Baudelaire, Tolstói, Paz (Octavio), Hugo, García Márquez, Defoe, Auster,  Swift, Poe, Wilde, Gógol, Delibes, Roth, Grossman, Vargas Llosa. Los menciono así porque con esa arbitrariedad los leo. Y mencioné ésos porque ésos me vinieron la mente. Pero son tantos. Tantos que 3.000 libros me parecen tristemente pocos al pensar que difícilmente podemos leer más en esta vida.
Me faltó mencionar desde luego a los clásicos. Y a los grandes poetas alemanes, que uno no se explica cómo una cultura tan fría ha sido capaz de producir poetas tan buenos. Y a muchos más. A muchos que conozco y admiro y a otros que nunca podré conocer por falta de difusión, porque no se han atravesado en mi camino.
Son pocos en realidad los libros que alcanzaremos a leer. Por eso me ha dado por llamar al acto de leer oficio. ¿Por qué? Porque un oficio se desempeña bien o mejor no se hace, porque nuestro oficio enseña lo que somos, nuestras miserias y nuestras grandezas (cuando las hay), y si no podemos desempeñar nuestro oficio bien nos llenamos de vergüenza. Un oficio, en suma, exige toda nuestra concentración, y muchas veces nuestra estabilidad emocional radica en que lo hagamos bien.
Leer, o lo que es lo mismo para este fin, ser aficionado a la literatura, encierra una responsabilidad moral. La lectura es la cultura, no la estupidez. Lamentablemente confundirse es muy sencillo. He descubierto en los últimos años que saber diferenciar un libro infumable de una obra maestra es algo que a veces no se aprende nunca. Y tampoco es algo que se pueda enseñar. Hace unos meses una señora de 80 años se me enfrentó con actitud desafiante para defender la calidad literaria de La conjura de los necios. Me echó encima su currículo como académica para reforzar sus argumentos.
¿Qué le podía yo decir? No se me ocurre nada qué argumentar ante quien defiende con tamaño ardor a una de las peores novelas que circulan por las librerías con fama de obra maestra. Por más que hubiera dicho, jamás habría podido convencer a la señora, y hacerlo tampoco era algo de mi interés.
Pero me quedé pensando en que el criterio para valorar una novela a veces no evoluciona nunca. No es como con las películas, con la decoración de una casa o con la ropa. Pero quizás merezca el esfuerzo no sólo leer, sino aprender a apreciar la verdadera literatura. Después de todo, en esta vida no se pueden leer muchos libros. Por lo menos no todos los que quisiéramos. Y eso triste.