Los libros en algo se parecen a nosotros los humanos: nacen y mueren. Pero no todos. Algunos pasan después de nacer a la inmortalidad y otros, aunque mueren, luego resucitan. Lo gracioso, o lo curioso, o quizás lo incompresible del tema, es que no hay un qué que lleve a los libros a morir pronto o a ser inmortales. Hay libros excelentes inmortales y hay libros también excelentes bien muertos.
Probablemente muchos dirán que sí hay un qué, que la promoción que acompaña a cualquier libro en el momento en que es publicado determina su éxito o su pronta muerte. Es cierto que cuando una editorial grande saca un libro a la venta, éste vende porque vende aunque el porqué no quede para muchos muy claro. Pero aunque un libro venda demasiado, cuando es malo o pésimo, con el tiempo se le cae la mascara (para mayor información léase El código Da Vinci). La inmortalidad a un libro no se la dan las grandes ventas, sino la calidad y las grandes ventas (para mayor información léase El Quijote).
Creo que debo de explicar que para mí los libros inmortales no son los que son muy famosos, no, son los que son muy famosos y son muy buenos. Los que desde hace diez años son muy famosos, siendo también muy malos, no llegarán a la inmortalidad, aunque se seguirán editando, pero ya les vendrá su hora de ser lo que son. Sobre El idiota, de Dostoyevsky, un buen crítico que va a nacer de hoy en cien años dirá que es una obra maestra, un libro extraordinario, por más que no le guste. Y de Crepúsculo, aunque entonces seguirá vivo, se va a decir la verdad que se esconde en sus páginas. De eso que no quepa duda.
Pero lo lamentablemente cierto es que no todos los libros que son extraordinarios son inmortales, aunque hay lectores de sobra, éstos no siempre, o casi nunca, se interesan por la mejor literatura; muchos dirán lo que alguna vez me dijo un amigo: “¿Quién te ha dicho que a mí me gustan las obras maestras?”. Y es verdad, hay a quienes no les gusta leer lo que realmente vale la pena. Quizás porque no quieren o no saben distinguir.
Y es que esto último, por triste que sea, es algo muy cierto. Engañar a la gente sobre la calidad literaria de un libro, lo he venido viendo, es bastante sencillo. A quien empieza a leer, o lee bien poco, con decirle con seriedad que una obra infumable es magnifica ya no se atreve siquiera a dudar un poco.
Como muestra podemos usar la literatura fantástica. Hace algo más de una década estaba bastante ausente en lengua española, pero repentinamente se vino una cascada de publicaciones que si bien ganaron espacio al género también confundieron a los lectores más jóvenes, que fueron quienes se inclinaron más por ellas. La propaganda, quiero suponer, ha logrado que buena parte del público juvenil sea incapaz de darse cuenta cuando una obra infumable es precisamente eso. Tan lejos han llegado las cosas que son muy pocas, demasiado pocas, las obras de calidad que aparecen de ese género (a quien quiera leer una le recomiendo El príncipe de la soledad, una novela que leí hace poco y que me sorprendió por lo buena que es).
Pero sea por una o por otra razón, lo cierto es que libros que debieran ser inmortales mueren muy pronto. No pasan de una corta edición. No tuvieron éxito, dicen por allí. Probablemente eso ocurre porque a quienes los leyeron los habían educado para creer que los libros buenos eran otros.
Quizás no es, a fin de cuentas, del todo malo que sean muy pocos los libros inmortales, los que todo lector apasionado quiere leer, porque la vida, también a fin de cuentas, raras veces dura cien años, y nadie, o casi nadie, quiere dejar muchos pendientes por aquí.