LOS MÁS LEÍDOS

30 ene 2012

Los crímenes de la calle Morgue

El otro día reseñé la novela Arsenio Lupin contra Herlock Holmes, y allí comenté que Holmes, el más famoso detective de la historia de las novelas policíacas, es una ligera mutación de C. Auguste Dupin, personaje salido de la extraordinaria mente de Edgar Allan Poe. Pues bien, creí prudente hacer también una reseña de la primera aparición de Lupin, que fue allá por 1841, en un relato titulado Los crímenes de la calle Morgue, el predecesor de toda historia policíaca que se precie de serlo. Cualquiera que lo lea, verá rápidamente que Sir Arthur Conan Doyle ni siquiera se molestó en hacerle muchas modificaciones a Dupin para mostrárnoslo como su Holmes, ya que ambos tienen un amigo menos inteligente que ellos que les profesa admiración y que sirve de narrador en las historias.
En Los crímenes de la calle Morgue, dos damas parisinas, madre e hija, son brutalmente asesinadas en su propia casa. Aquéllos que lograron escuchar algo donde y cuando ocurría el escalofriante suceso, aseguran que uno de los sospechosos hablaba francés y el otro un idioma que no saben si era español, italiano, inglés o ruso.
La policía se enfrasca en la búsqueda de tan despiadados delincuentes mientras los vecinos de las víctimas se aterran al saber que cerca de ellos pueden estar personajes capaces de asesinar a dos indefensas mujeres de manera brutal. Porque, aunque la policía todo o casi todo lo ignora, sí tiene la seguridad de estar enfrentándose a seres repletos de maldad, si no ¿quién más sería capaz de cometer actos tan abominables?
Pero Dupin, que se ha metido a investigar el crimen sin ser detective y sin que nadie se lo pida, es el único que discrepa ampliamente con la teoría oficial. Quizás el asesino no es malo, quizás no sabía lo que estaba haciendo y quizás ni siquiera es humano.  
En la primera aparición de Sherlock Holmes, que fue en Estudio enescarlata, novela publicada en 1887, Watson lo compara con Dupin, y Holmes, aunque le concede capacidad a éste, lo considera muy inferior a él. Tal vez Doyle escribió esa parte de la novela como homenaje a Dupin, aunque pareciera ser que pretendía evitar las comparaciones, pero no hacerlas es inevitable. Finalmente, Dupin, aunque sólo aparece en tres relatos, es mejor personaje que Holmes, tanto como mejor escritor fue Poe que Doyle. 

27 ene 2012

El libro electrónico

Yo soy de los que pertenecen a la generación del libro en papel, de ése que ha durado ya varios siglos vigente, y quizás si vivo cien años y aún entonces puedo leer, estaré leyendo libros de papel. Con todo, no desestimo las ventajas de los libros electrónicos ni mucho menos me niego a leerlos. Ya son parte de mi vida, y algunas cosas buenas tienen.
Ciertos lectores empedernidos amigos míos, mayores y menos que yo, consideran el libro electrónico poco más que una moda de adolescentes y profesan tanto amor por el libro impreso que aún se niegan rotundamente siquiera a hacer una prueba. Y no es que yo piense de manera muy diferente a ellos; me exhiben argumentos que no puedo cuestionar y que incluso hago míos. Es imposible igualar la belleza de nuestra biblioteca, verla crecer, ver también cómo cambia el color de las páginas de nuestros libros con el paso de los años, privarnos del orgullo de poseer primeras ediciones de un clásico -con los característicos errores de las primeras ediciones-, coleccionar libros raros de tirajes reducidos y tantas otras cosas que hacen del libro impreso insustituible para los que somos tan sentimentales.
Pero, como ya dije, el libro electrónico algunas cosas buenas tiene. En mi caso, me ha pasado muchas veces que me recomiendan un libro que parece ser muy bueno, pero de la última edición ya pasaron muchos años y sencillamente no lo encuentro en ninguna librería. ¿Quién no se ha visto en situación semejante? Seguramente muchos. Ese tipo de problemas quedarán en el pasado cuando cada libro que sale a la venta en papel también lo haga en formato electrónico.
Respeto a la comodidad al leer, muchos opinarán que es insustituible la sensación que brinda el libro impreso. Estoy de acuerdo, pero también veo que los lectores electrónicos han avanzado bastante. No tengo gran experiencia, pero por poner un ejemplo, el kindle de Amazon es muy cómodo y no cansa tanto la vista como ocurre cuando leemos algo frente a la pantalla.
Creo que en poco tiempo habrá cierta convivencia entre el libro impreso y el electrónico. Cada quien podrá leer en el formato que quiera o más le convenga. Los que estamos acostumbrados al libro impreso, quizás no lo dejaremos nunca, salvo obligadas excepciones -quizás, nunca se sabe-, pero los niños que probablemente están leyendo su primer libro en un lector electrónico, tal vez nos verán como anacronismos. Habrá que esperar para ver cómo están las cosas  dentro de unos años.

20 ene 2012

Arsenio Lupin contra Herlock Holmes

La primera vez que vi en una librería el nombre de Sherlock Holmes -sin darme cuenta al principio que le faltaba una “ese”- junto a la ausencia del nombre de Sir Arthur Conan Doyle, que en este caso era sustituido por el de Maurice Lebranc, fruncí el ceño. Aunque siempre he tenido la costumbre de leerme una buena, o cuando menos regular, novela policíaca por las noches, acompañado de una taza de té,  y para ello algunas veces he recurrido al famoso detective ingles, ignoraba que otro autor aparte de Doyle lo hubiera incluido en sus historias. 
No es que considere que las historias de Holmes son unas obras maestras, no, son novelitas que despiertan el interés y entretienen, sólo eso. Con la novela del género negro-policiaco no suelo ser nada exigente, únicamente pido un poco de misterio, bien concebido, que no me saque de dudas antes de llegar a las últimas páginas. Algunos autores lo logran en novelas que a fin de cuentas son bastante simples.
Volviendo a la novela en cuestión, Maurice Lebranc, escritor francés nacido en 1864 y fallecido en 1941, fue el creador de Arsenio Lupin, un ladrón muy hábil, y muy simpático -en la medida en que un ladrón puede serlo-, que cobró fama en Francia al mismo tiempo que Holmes lo hacía en Inglaterra y en el mundo.  
Leblanc decidió enfrentar en una de sus historias a su famoso ladrón contra el mucho más famoso aún detective ingles, pero para librarse de una demanda, alteró los nombres  de Sherlock y de Watson dejándolos en Herlock y Wilson. Gracia debió haberle hecho a Doyle.
La novela fue publicada en 1908 y la trama se sitúa en Paría, donde Holmes es requerido por acaudaladas personalidades porque la policía local no puede con el famoso ladrón Arsenio Lupin, de quien han sido víctimas. Lupin aparece para cometer un crimen y desaparece después de cometerlo de las formas menos esperadas, al parecer atravesando paredes, porque no existe ninguna otra explicación para entender cómo hace para salirse con la suya llevándose lo de otros cada que quiere. 
En cuando toman posiciones los dos contendientes, después de una caballeresca charla en la que se fijan algunos puntos, Holmes recibe un izquierdazo tras otro. Al parecer hasta las piedras le avisan a Lupin por dónde caminan aquéllos que quieren atraparlo. El ingles, después de recuperar la lucidez tras las primeras aporreadas, donde Watson -digo Wilson- resulta con un brazo fracturado, comprende que algo tienen que tener en común todos los edificios donde Lupin ha robado y ha desaparecido misteriosamente.
Resulta cuando menos curioso cómo es que Lebranc ideó el fin de las hostilidades. Evidentemente, Holmes no podía perder, pero el autor tenía que cuidar de su personaje, así que tampoco se podía dar el lujo de permitir que el detective ingles fregara con su famoso ladrón el piso. Así las cosas, no había muchos finales de los cuales echar mano y Leblanc, me parece, se inclinó por el más conveniente.
El libro resultará agradable para los fanáticos de la típica novelita policíaca que tanta fama cobró en el pasado siglo. Es probable que algunos encuentren mejor a Holmes con la pluma de Leblanc que con la de su creador. Después de todo no sería justo olvidar que a pesar de la fama de Shelock Holmes las novelas en las que aparece son digeribles sin ser buenas y él no es un personaje original, sino una ligera mutación de C. Auguste Dupin, creación Edgar Allan Poe.
No se me da mucho poner aquí las portadas de las novelas que reseño, por varias razones. Pero si una portada vale la pena seria un crimen no hacerlo. Y la portada de la novela de hoy sí que me ha gustado. 

17 ene 2012

Clemencia

Ignacio Manuel Altamirano fue uno de los escritores más celebres de México en el siglo XIX, además de político y liberal, de los de entonces. Su obra más famosa, y quizás la mejor, es la novela Clemencia, publicada en 1869, dos años después de que el archiduque Maximiliano de Austria fuera pasado por las armas debido a la nula clemencia que tenía el famoso Juárez.
Clemencia se sitúa precisamente en medio de la guerra entre las tropas enviadas a México por Napoleón III y el ejército leal a Juárez. Después de las primeras batallas, el ejército mexicano se ve en la necesidad de replegarse a Guadalajara, y entre sus filas se encuentran dos jóvenes oficiales, Enrique Flores y Fernando Valle, que mientras esperan a los franceses se dedican a enamorar a las jóvenes más bellas de la ciudad.
Flores la tiene sencilla, es bastante guapo además de galante y cuenta con sobrada experiencia como seductor. Valle, por el contrario, no es precisamente un buen mozo, su aspecto altanero desagrada y no tiene lo que se dice facilidad de palabra porque su vida ha sido siempre muy triste. Pero Flores no tarda en hacer caer entre sus redes a una bella y acaudalada joven de nombre Isabel, prima de Valle, y éste se siente fuertemente atraído por la más bella aún Clemencia, la mejor amiga de su prima.
Clemencia, lamentablemente para el poco agraciado Valle, también se enamora de Flores, pero al ver que éste ha elegido a su mejor amiga decide darle celos con el torpe e ingenuo oficial que se muere de amor por ella. Valle, que lleva un león por dentro, al enterarse de que lo han estado usando, reta a duelo a Flores -así eran las cosas en aquel lejano siglo-, pero Flores es tan guapo como cobarde y delata a Valle ante sus superiores, quienes tienen prohibidos los duelos entre oficiales en tiempos de guerra.
Valle tiene que digerir como puede su derrota, Flores y Clemencia se juran amor eterno dejándolos a él y a su prima con el corazón molido. Pero entonces empiezan a llegar los franceses y Valle descubre que Flores planea desertar y unirse a ellos llevándose todo su batallón. El día que Valle lo delata, Flores es citado al paredón para la mañana siguiente. Mientras tanto Clemencia, que no cree que su amado sea un traidor, acusa a Valle de haber inventado una calumnia para vengarse de Flores y le provoca el más amargo de los sufrimientos. Y Valle, más romántico aún que valiente, sin poder soportar ver sufrir a la mujer que ama, decide remplazar en el paredón al que más daño le ha hecho en la vida.
La novela es buena y se lee rápido, aunque lo cierto es que la prosa del siglo XIX, lenta y muy cuidada, puede no ser fácil de digerir hoy en día. Pero quien busque una novela romántica, donde el héroe, que es mortal -no como en Crepúsculo-, se sacrifica por su amada, puede que pase con ella ratos muy agradables.

11 ene 2012

El manantial

Ayn Rand es un claro ejemplo de que no es libre quien así nace sino quien quiere serlo. Vino al mundo en San Petersburgo en 1905 con el nombre de Alisa Zinovievna Rosenbaum, como súbdita de los zares, pero en su adolescencia su país cambió para convertirse en lo más cercano a un infierno en la tierra.
Conforme crecía se fue enamorando a distancia de los Estados Unidos y en cuanto pudo se mudó allí para hacerse ciudadana, ferviente patriota y defensora de la libertad que su nuevo país representaba. Desarrolló una filosofía tan nutrida por el individualismo que en el país donde nació le habría valido pasar el resto de su vida en un gulag. Su obra más famosa, y más representativa de su filosofía, fue El manantial, un superventas publicado en 1943 que se ha convertido en un clásico de la literatura norteamericana y en Biblia de liberales por todas partes.
Howard Roark es un joven arquitecto que, en sus propias palabras, no da ni pide ayuda. Pero no sólo eso, Roark no construye uno de sus diseños si el cliente, el que va a pagar la obra y que también vivirá allí, sugiere una mínima modificación. Por si eso fuera poco, todos los diseños que le exige su originalidad obedecen a la corriente de arquitectura moderna y en su época, principios del siglo XX, la moda era la arquitectura neogótica y neoclásica. Pero Roark está dispuesto a trabajar como obrero primero y a morir de inanición después antes que ceder a sus principios.
Y mientras mal sobrevive, Roark se cruza con personajes que, pese a ser sus enemigos, le servirán de peldaños para llegar a convertirse en el arquitecto más famoso de su tiempo y en símbolo del individualismo más radical. El primero en cruzarse en su camino es Peter Keating, un ex compañero de la universidad que se valió  de él para presentar diseños que le ayudaron a graduarse como el mejor estudiante de su generación. Keating no ve el medio y poco le importa ser un pésimo arquitecto, sólo quiere popularidad y para ello hace todo lo que le piden y se cuida de tener la misma opinión que la mayoría. A pesar de que se empeña durante la extensa novela en humillar y destruir a su amigo Roark, éste lo trata siempre como a un niño indefenso, con cierta lastima.
El personaje que más lata le da a Roark es Ellsworth Toohey, un comunista que tiene a la sociedad neoyorquina literalmente en la palma de su mano. Toohey es un coleccionista de mentes, un viejo lobo con cierto encanto: cada que conoce a una persona, valiéndose de su sobrenatural inteligencia, la evalúa, le dice lo que quiere oír y al poco tiempo la tiene haciendo lo que él quiere. Pero cuando conoce a Roark, un hombre que no da ni pide ayuda, Toohey comprende que tiene que destruirlo, porque en la sociedad que él planea Roark no cabe. En los primeros años como arquitecto de Roark, detrás de todos sus fracasos, que casi lo llevan a prisión, está Toohey. Pero muy al contrario de lo que Toohey cree, Roark no lo odia y tampoco le concede la menor atención.
El tercer y crucial personaje en la vida de Roark es Gail Wynand, un magnate periodista -quizás basado en William Randolph Hearst- que partiendo de no ser nadie logra ser uno de los hombres más ricos de Estados Unidos y dueño literalmente de la opinión pública. Su deporte favorito es tentar a los idealistas para quebrar sus voluntades. Él jamás ve a nadie que valga la pena para que merezca siquiera un mínimo de respeto, y no cree que exista alguien que verdaderamente sea dueño de sí mismo, hasta que llega a su vida Howard Roark. Entre ambos surge una gran amistad, tanta que por momentos parece amor por el lado de Wynand, pero aquello no es más que respeto a lo que es Roark y que Wynand no pudo llegar a ser.
La novela como obra literaria tiene calidad, pero como obra filosófica es una obra maestra. A lo largo de los años hombres y mujeres se han unido para hacer monumentos a la libertad, de mármol, de bronce o de concreto, pero Ayn Rand, como individualista que era, hizo uno  ella sola valiéndose únicamente de letras, quizás para asegurarse de que nadie lo pudiera derribar.
En 1949 se realizó una película basada en el libro, de muy buena calidad, justo es decirlo, con Gary Cooper en el papel de Roark, con una actuación mediocre, y con Raymond Massey interpretando, de manera magistral, al magnate periodista Gail Wynand.

5 ene 2012

El festín de Babette

Isak Dinesen fue el pseudónimo con que publicó sus obras la aristocrática danesa Karen Blixen, baronesa por matrimonio, afincada en África, a donde fue a parar con su esposo para invertir en una plantación de café, en Kenia. Producto de esta etapa de su vida surgió su libro más famoso, Memorias de África, que le valió el reconocimiento internacional como una autora de culto.
En 1942, en plena Segunda Guerra Mundial, publicó Cuentos de invierno, libro que contiene El festín de Babette, una pequeña historia que ha sido publicada de forma independiente y que también ha sido llevada al cine, en 1987.
Babette es una viuda francesa que en 1871, después de que las garras de Bismarck despedazaron con cierta facilidad a Napoleón III, salva la vida de milagro de la Comuna de París y pone mar y tierra de por medio. Con la ayuda de un cantante llega a un pequeño pueblo noruego, gobernado por férreos principios cristianos, y se instala en la casa de dos solteronas que en su juventud a pesar haber estado más bellas que una virgen vestal rechazaron el matrimonio para gozar del placer divino por creerlo mejor que el terrenal.
Trabajando como sirvienta en casa de las dos dignas solteronas, con techo y comida por sueldo, Babette ve pasar la vida medio aprendiendo el noruego, demostrando gran eficiencia y sin quejarse nunca porque al salir de París dejó las tumbas de su esposo y de su hijo aún frescas. Pero un día, doce años después de que llegó al pueblo, su suerte cambia y se hace de una modesta fortuna. Justo entonces se acerca el aniversario del natalicio del difunto padre de sus señoras, un pastor muy querido por todos en el pueblo. Babette pide permiso para encargarse  de preparar y pagar los gastos de una cena, una cena que resulta ser un festín como nunca han siquiera imaginado la gran mayoría de los convidados y en el que la criada francesa pone todo su dolor.
En El festín de Babette los personajes dicen bastante poco, tan poco que quizás el lector no logre  encariñarse con ellos, pero si sí lo logra, sentirá pena por un laureado general que en el crepúsculo de su vida mal soporta la tortura de un amor de juventud que no ha podido olvidar, y más pena sentirá aún por aquella criada que ha tratado de matar sus sentimientos escondiéndose donde nadie le mencione su pasado, y que evita que una fortuna la regrese a él deshaciéndose de ella lo más rápido que puede.